Nos reconocemos en los discípulos, que no entienden bien lo que Jesús les dice, y les da miedo preguntar. Nos reconocemos porque a veces también nosotros no entendemos que haya que pasar por el dolor, el sufrimiento, la pérdida y la muerte para alcanzar una vida nueva y mayor. Nos reconocemos porque no queremos aceptarlo, porque, también en nosotros, nuestra imagen de Dios, lo que queremos de Él, lo que esperamos de Él, lo que necesitamos de Él, en el fondo, esconde nuestro propio deseo, nuestra propia apetencia, nuestro propio querer, nuestra propia ambición. Nos reconocemos en ellos, y por eso el Señor nos llama a abrir bien el corazón, a confiar, a creer más en Él que en nosotros mismos, a purificar nuestros deseos, y a recordar que en Él está realmente la plenitud de la existencia humana, que nuestros deseos, tantas y tantas veces, nos engañan, y que solamente Dios puede alcanzarnos la felicidad.
Lectura del libro de la Sabiduría 2, 12. 17-20 :
"Se dijeron los impíos: 'Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida'…"
Salmo 53
R/ "El Señor sostiene mi vida."
Lectura de la carta del Apóstol Santiago 3, 16–4, 3:
"Queridos hermanos: Donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencias y todo tipo de malas acciones…"
Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 9, 30-37:
"En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos…"
No entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle.
Hay pasajes del evangelio que cumplen la función de ser una suerte de espejo para el que los contempla. Pasajes que nos ponen frente a nosotros mismos, que señalan directamente a nuestro interior, preguntándonos qué hay en él.
Nosotros tampoco entendemos lo que el Señor nos dice. Cuando con su palabra, y con su vida, y con su presencia en la nuestra, nos recuerda que el dolor, el sufrimiento, la pérdida y la muerte, no es que tan sólo sean parte de la existencia de la que no podemos separarnos jamás, sino que además son necesarios dada su inevitabilidad, para crecer, para cambiar, para ser más, para tener más vida y vida en abundancia... no lo entendemos.
O quizás no lo queremos entender. Por eso nos da miedo preguntar, ahondar, profundizar. No lo queremos entender porque, de hacerlo, de preguntar, de ahondar, nos pondría de frente a, como dice la carta de Santiago, nuestros deseos errados.
Pedís y no recibís, porque pedís mal.
Pedimos mal a la vida, al mundo y a Dios, porque pedimos de forma egoísta. Pedimos buscando nuestro propio bienestar, nuestro propio placer y comodidad, nuestro propio interés. Escuchar y contemplar la Palabra es un buen antídoto contra ello. Es una buena manera de preguntarnos cuáles son las razones por las que nos acercamos a Dios, y nos ayuda a descubrir qué pedimos que no es lo que Dios quiere para nosotros. Nos trata de confrontar con dónde ponemos nuestra esperanza y nuestro deseo, qué es lo que realmente buscamos en Dios. Nos señala que tantas veces erramos en nuestros deseos, pensando que hay claves de nuestra vida que serían mejores si estuvieran, olvidando que es imposible que fuera de Dios el ser humano alcance la plenitud.
Por el camino habían discutido quién era el más importante.
Con afecto y cariño, con cuidado y amor, el Señor Jesús nos vuelve a mostrar su pedagogía recordándonos, tratando que volvamos a pasar por el corazón, que no es el poder, la fama, la gloria, el dinero, el éxito, lo que llena el corazón del ser humano. Les da una idea y les muestra un gesto. Idea: solamente sirviendo a los demás, el corazón del hombre se plenifica. Gesto: colocar a un niño, los más pequeños y vulnerables, los que no cuentan, a los que nadie echa cuentas, y ponerlo como modelo de cómo han de ser las personas: sencillas, sinceras, espontáneas, vulnerables.
El que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado
Hay una pregunta que, quizás nuestro mundo de hoy más que nunca se hace, aunque no la verbalice del todo: ¿Por qué fiarnos de lo que Jesús dice? ¿Por qué si todo clama con el mensaje contrario -que la felicidad y la plenitud viene del poder, del tener, de la fama y el éxito, y que la pequeñez, el servicio, la debilidad son fuente de malestar- hemos de aceptar lo que Jesús enseña? ¿Con qué autoridad podemos aceptar su mensaje? El Señor Jesús nos lo dice. No es sólo su palabra, es que su vida es testimonio de la Promesa del Amor de Dios. Si Dios, que nos conoce más que nosotros mismos, si como creador nos ha “hecho” de una determinada condición, sólo bajo su autoridad se puede recordar al ser humano quién y para qué está hecho.
Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo salvará
Y es que no sólo la Palabra de Jesús es la que acredita y da autoridad a su enseñanza. Es toda su vida y sobre todo su entrega hasta la muerte por amor a Dios y al ser humano, la que corrobora su mensaje, sellándolo Dios con su Resurrección. Jesús Resucitado, Hijo de Dios vivo, es Palabra del Padre que enseña al ser humano su más profunda realidad: amando, sirviendo, cuidando, en naturalidad y sencillez, es como el ser humano se desarrolla en plenitud. Cuidando el deseo y poniendo su mirada fuera de sí mismo, es como el hombre realmente alcanza a ser quien está llamado a ser. Desde la dimensión más profunda y espiritual, es desde donde la persona puede plenificar su vida.
¿Qué experiencia de mayor sentido y plenitud del corazón puedo recordar? ¿Con qué tiene que ver? ¿Dónde pongo los deseos de mi corazón, dónde mis aspiraciones de felicidad? ¿Qué memorias de servicio y de cuidado recuerdo -vuelvo a pasar por el corazón- para abrirme al sentido de la existencia? ¿Cómo va la medida de mi confianza en la enseñanza del Señor Jesús?
Evangelio del domingo 22 de septiembre del 2024