La Palabra que en este Duodécimo Domingo del Tiempo Ordinario vamos a proclamar y acoger nos confronta, una vez más, con el Misterio que se encierra en Dios y en su Hijo Jesucristo.
Los versículos del libro de Job en la primera lectura despliegan en toda su magnificencia la grandeza de Dios en la Creación, aludiendo con bellas palabras al poder del mar y a su control por parte de Yahvé. Hecho que en la escena evabgélica del relato de San Marcos nos ofrece el mismo mensaje en la actuación poderosa del Señor Jesucristo, que provoca el asombro en los atemorizados discípulos. Un doble, e interesante apunte teológico para añadir a nuestra reflexión y meditación cuando por estas latitudes nos acerquemos a la inmensidad del mar en estas semanas estivales.
Y hagamos intensamente nuestra la doble invitación de San Pablo a los Corintios para ser capaces de vivir para el que murió y resucitó por nosotros, siendo muy conscientes de que quienes somos de Cristo somos una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.
Que la celebración de esta Eucaristía dominical renueve en todos nosotros la irrenunciable novedad de ser y vivir como cristianos, sin dejarnos achicar por el oleaje adverso de la vida que nos pueda acometer.
Lectura del libro del Job 38, 1. 8-11:
"El Señor habló a Job desde la tormenta:«¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando escapaba impetuoso de su seno"
Salmo 106.
R/ "Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia."
Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 5, 14-17:
"Hermanos: Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron…"
Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 4, 35-41:
"Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?»"
Las olas rompían contra la barca
El mar sobre el que navega nuestra barca personal, eclesial y social, es la historia. A veces tan desconcertante. También hoy.
Experimentamos la vida, con la que se va fraguando la historia, amasada de múltiples experiencias, sentimientos y sensaciones; también de temores e inseguridades de diversa índole.
Recuerdo que durante la trágica pandemia que vivimos hace pocos años un pensador apuntó que nuestras confortables inmanencias se habían derrumbado. Cierto. Fueron tiempos recios, temerosos, que de alguna manera perviven en nosotros. Tuvimos la sensación de la zozobra.
Nuestras seguridades se tambalearon. Experimentamos el desvalimiento. Sombras de dolor y angustia nos envolvieron. Muchos orábamos para mantener la calma y la confianza.
Actualmente soplan vientos recios de belicismos preocupantes, de violencias crueles e incontroladas; nos habita la sensación de la inseguridad. Los estados poderosos aumentan sus gastos armamentísticos.
Somos testigos, quizás también sufridores, de la dureza amarga que para millones de personas significa el hecho básico de sobrevivir; sentimos el abatimiento que provoca la percepción de horizontes oscuros de futuro que se ciernen sobre nosotros.
También nos es conocido, en mayor o menor grado, el desvalimiento que la enfermedad conlleva cuando subrepticiamente invade nuestra vida, y fácilmente nos sentimos habitados por diversos temores que se despiertan en nosotros.
Vientos recios de diversas desconfianzas han multiplicado los sistemas de seguridad en nuestros días, y la sensación de navegar sobre aguas procelosas, de caminar sobre arenas movedizas, de múltiples inconsistencias, nos desazonan.
Los fracasos, los desamores, las soledades amargas, son también parte de esta mar de fondo que encrespa las olas sobre las que avanza la barquichuela de nuestra vida.
En medio de todo ello, de los temores que éstas y otras realidades nos puedan generar, ¡la palabra del Señor cobra tanta fuerza! “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”.
Una invitación clara y fuerte a seguir manteniendo vida la confianza en el Señor. Siempre. También cuando la vida se nos hace más difícil. Ciertamente la dificultad es el crisol de la fe.
¿Quién es éste?
Es el Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, el que actúa con el mismo poder del Padre. El que aplaca y subyuga a nuestros enemigos. El que trae a nuestras vidas esta Buena Noticia. El que nos atrae a vivir su novedad, la que consiste en vivir para Él, que murió resucitó por nosotros (cf II Cor 5, 14-17)
Lo nuevo ha comenzado
Y esta novedad consiste en vivir con Él, como Él, para Él. Cada uno de nosotros hemos de descubrir qué urgencias deberemos incorporar a nuestro vivir y a nuestro actuar para ser expresión de la novedad del Señor Jesucristo en este momento presente de la historia. Permítanme presentarles tres realidades que puedan ser referencia y ayuda para que cada uno de nosotros encontremos las nuestras:
1. Ha comenzado a brillar en nuestro mundo la novedad de la luz del sentido. Se ha devaluado en estos tiempos modernos o posmodernos el interés por el sentido de nuestra existencia. El pragmatismo y la satisfacción de nuestras necesidades más básicas colman nuestros intereses y aspiraciones; y asfixian, en gran medida, nuestras búsquedas trascendentes. La novedad del Señor Jesucristo nos remite de forma constante al Misterio del Amor del Padre Dios para descubrir en Él la verdad de quiénes somos y cuál es nuestro destino: en el origen y en la meta de nuestro existir está su Amor.
2. Ha comenzado a germinar en nuestra historia la novedad de la comunión fraterna universal; de la búsqueda y consecución de la justicia, la paz y la dignificación de todas las personas. Cada una de las páginas del Evangelio encierran la clave de lo que significa vivir y desarrollarnos como seres humanos. Algo tan sencillo y, a la vez, tan exigente, como pasar por el mundo haciendo el bien.
3. Ha comenzado la novedad de una alegría inexplicable, presente también cuando las lágrimas nos visitan. Jesucristo, el Señor, lo es porque la fuerza de su amor ha vencido todo el poder del mal y sus diversas manifestaciones. Los acontecimientos de su Pascua así lo atestiguan. Y por esto, la alegría y la esperanza, más allá de cualquier otra esperanza, ha acompañado siempre la vida de la gran familia de los creyentes cristianos. Hoy hemos de ser nosotros los exponentes de esta radiante realidad.
La Palabra proclamado hoy nos interpela: ¿Es viva y fuerte mi confianza en el poder de Dios? ¿Me siento seguro, envuelto y habitado por su Amor? ¿Estoy siendo reflejo de la bondad y de la alegría que encierra nuestra fe en el Señor?
Evangelio del domingo 23 de junio del 2024