La palabra de Dios de este domingo 32 del Tiempo Ordinario, 6 de noviembre, cuando aún está muy reciente la conmemoración de los fieles difuntos, sigue insistiendo en el misterio de la vida después de la muerte: «esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Estas palabras del Credo nos recuerdan que no estamos destinados a la nada, sino que, por don de Dios, nuestro horizonte se abre a la promesa de una vida plena después de esta existencia terrena.
Es una invitación a meditar sobre este gran misterio de la vida cristiana, sobre el sentido del vivir y del morir, que de alguna manera siempre ha inquietado al ser humano. La fe en un Dios que nos ha creado para la vida y no para la muerte fue creciendo poco a poco en el Pueblo de Israel hasta culminar en la persona de Jesús. Con el don de su vida, muerte y resurrección él nos ha enseñado a vivir el presente con un significado nuevo, abriéndonos a un horizonte de eternidad insospechado.
Un porcentaje notable de la sociedad muestra poco interés por la eternidad; se preocupa, justamente, de alargar y mejorar la calidad de la vida aquí en la tierra. Pero es de lamentar la pérdida, o el olvido, de ese horizonte de eternidad, esencial para la plena realización de la vida humana.
Como creyentes en Cristo ¿aceptamos el reto de dar testimonio de nuestra esperanza cristiana, en un mundo que siente un vacío de esperanza en el presente y en el futuro? En este sentido son muy oportunas las palabras de S. Pablo en su carta a los Tesalonicenses, parte de la liturgia de este domingo: “Que Dios nuestro Padre, que nos amó y nos dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, os reconforte y fortalezca en toda obra y en toda palabra buena”.
2 Macabeos 7, 1-2.9-14:
«El Rey del Universo nos resucitará para una vida eterna»
Salmo 17(16):
«Al despertar, me saciaré de tu semblante, Señor»
2 Carta de S. Pablo Tesalonicenses 2,16 - 3,5:
«El Señor les dé fuerza para toda clase de palabras y de buenas obras»
San Lucas 20, 27-38:
«Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos»
Fe en Dios y resurrección
La vida después de la muerte es uno de los grandes interrogantes que atraviesan la historia humana. Con sufrimiento experimentamos la muerte, pero, al no tener evidencia de la vida resucitada, sentimos angustia ante una existencia que llegará a su fin. Solo Dios, que nos regala ese don, tiene una palabra sobre la misma. Jesús, respondiendo a los saduceos que negaban la resurrección de los muertos, se apoya en lo que constituye el núcleo de la revelación bíblica del Antiguo Testamento: el vínculo de amistad que Dios estableció con los patriarcas, un vínculo tan fuerte que ni siquiera la muerte puede romper. Su mismo nombre es: Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob; no es Dios de los muertos, sino de los vivos, porque para él todos están vivos.
Pero es desde su profunda e íntima experiencia del Padre que Jesús nos manifiesta que el interés de Dios por la humanidad no es algo limitado a un determinado periodo de tiempo. Dios nos ama siempre, ofreciéndonos la vida eterna como horizonte y plenitud de nuestra historia personal y coronación de su obra creadora en nosotros. Esto no estará a nuestro alcance hasta que vivamos el trauma de la muerte, condición indispensable para este nuevo nacimiento. A la luz de la fe, la tragedia de la muerte no significa el fracaso de una vida, sino el comienzo de su plena realización.
¿Quién habita el anhelo de permanencia y salvación?
La sociedad contemporánea parece haber perdido el horizonte de un posible futuro después de la muerte; es evidente que muestra poco interés por la vida eterna; le preocupan más las realidades de este mundo en las que, justamente, se siente profundamente implicada. Sin duda que puede presumir de grandes logros, a la vez que afronta serias crisis que manifiestan su fragilidad, incluso en sus mejores aspiraciones y proyectos. Ello crea inseguridad y origina un vacío de confianza, característica de nuestra época, según una opinión bastante generalizada.
Sin embargo, en el corazón humano no se apaga ese deseo profundo de permanencia, ese anhelo de que las experiencias más bellas y gratificantes de la vida no tengan un límite de tiempo; el horizonte de la vida terrena se antoja demasiado reducido para llenar sus aspiraciones.
Como creyentes en Cristo nos preguntamos si estamos dispuestos nosotros a dar testimonio de que, en lo profundo de esos anhelos, está Dios como el misterio de salvación y de permanencia que buscamos. Que la muerte, que tanto tememos, no significa el fracaso de una vida, sino el comienzo de otra más plena. ¿Cómo vivirlo? ¿Cómo testimoniarlo a nuestros hermanos que se van alejando de la fe?
Mientras Jesús afirma con claridad que los muertos resucitan, no nos desvela los detalles de esa vida nueva que nosotros no podemos imaginar porque escapa a los esquemas de este mundo. Nos gustaría saber más, quizá por el afán de poder controlar el más allá como deseamos controlar el presente. Sin embargo, Jesús se limita a pedirnos una respuesta de fe y confianza en el Dios fiel, que es Padre y quiere que todos sus hijos vivan. Confiados en las promesas de Jesús, nos presentaremos ante el Padre, que es amor y misericordia, y en sus brazos entraremos en esa nueva realidad que colmará todas nuestras aspiraciones.
La esperanza que da sentido a nuestro presente
La esperanza en el Dios de la vida se manifestará en cómo afrontamos el presente. Fe en la vida eterna no es una invitación a desviar nuestra atención y compromiso del aquí y ahora, permaneciendo paralizados y vueltos hacia un futuro que no sabemos cuándo llegará. Más bien nos urge a llenar nuestro presente con un significado nuevo, comprometiéndonos con nuestros hermanos a crear un ambiente más humano y fraterno.
El que vive en la esperanza de la resurrección, aún dentro de su pobreza, va sembrando vida con sus palabras, sus gestos, sus decisiones. Es capaz de compartir lo que tiene y lo que vive porque se sabe hermano y compañero de camino en esta peregrinación hacia la casa del Padre. Ahí es donde se juega nuestra fe y nuestra esperanza
Cristo es nuestro modelo. Él vivió aliviando el sufrimiento y liberando de toda clase de miedos a las gentes que le seguían. Contagiaba una confianza total en Dios. Su preocupación fue hacer la vida más humana, tal como lo desea el Padre. La resurrección de Jesús es la prueba de que su vida y su entrega hasta la muerte tuvieron un sentido.
Es cierto que nuestra fe y confianza son frágiles; las dudas y el desánimo están siempre al acecho. Sin embargo, la Pascua de Cristo, su victoria sobre el mal y la muerte, nos alienta a vivir en la confianza de que él sigue acompañando la humanidad hasta su último destino. Dios que es fiel y nos ha llamado a esta grande esperanza, nos conforta para que un día sea realidad.
Hace poco una persona creyente me comentaba que, salvando las distancias, él entendía la fe como creer y confiar en la cosecha abundante de un campo de trigo, cuando aún es invierno, la semilla ha desaparecido bajo tierra y en las manos tenemos solo un puñado de granos. Creer que Cristo ha resucitado da profundidad a nuestra vida de fe, la hace confiable. De lo contrario ¿cómo podríamos aceptar el invierno, el cansancio, la espera si no hubiera verano ni cosecha? "Dios es de los vivos, no de los muertos, porque para él todos viven”.
La Eucaristía, que es ya comunión con Cristo, es la garantía y el anticipo de esa vida nueva a la que él ya ha entrado, al igual que su Madre, María, y los bienaventurados que gozan de él. La muerte no es nuestro destino. Estamos invitados a la plenitud de la vida.
La Eucaristía es la actualización del Misterio Pascual de Jesucristo: en ella «Anunciamos su Muerte, proclamamos su Resurrección y esperamos su Venida gloriosa».
La Iglesia celebra la Eucaristía porque tiene la plena convicción de que el Señor vive y está realmente presente, actual y actuante en su vida y en el mundo. Por eso, en la celebración de la Eucaristía renovamos nuestra fe en la Resurrección y se fortalece nuestra esperanza de la Vida Eterna.
Evangelio del domingo 6 de Noviembre del 2022