Con el domingo de Ramos comienza la Semana Santa. En este domingo la Iglesia conmemora la entrada de Jesús en Jerusalén para dar cumplimiento a su misterio pascual. Se celebra a la vez la alegría de ser proclamado por sus discípulos y la gente como como “quien viene en nombre del Señor”, presagio del triunfo real de Cristo; y el dolor de su muerte inminente en la cruz, que nos anticipa la lectura de la pasión, anuncio de que la salvación se realiza a través del misterio de su muerte y resurrección.
Una celebración de contrastes, que nos hace tomar conciencia a los cristianos que acoger a Jesús con júbilo en nuestra vida no nos exime de reproducir, de un modo u otro, su proceso pascual. Con su ejemplo, el Señor nos enseña, que vivir la fe es anteponer la voluntad del Padre a la nuestra. Es confiar nuestra vida en sus manos.
Que esta Semana Santa que hoy comenzamos sea una profunda experiencia de renovación de nuestra fe.
Lectura del libro de Isaías 50, 4-7:
“…Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba;…”
Salmo 21
R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 2, 6-11:
“…Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo,..”
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo 26, 14 – 27, 66:
"… «Verdaderamente este era Hijo de Dios»…"
Reflexión del Evangelio de hoy
El domingo de Ramos, con el que iniciamos la Semana Santa, es una celebración de contrastes. Junto con los discípulos y la gente de Jerusalén, proclamamos también nosotros con júbilo en el rito de entrada de la eucaristía de este domingo: “Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. Hosanna en las alturas”. Jesús es aclamado como quien viene a cumplir los deseos y esperanzas de quienes tenemos puesta la confianza en Dios. Es la expresión de fe de los que anhelamos un mundo mejor, diferente del que nos toca vivir a diario, más justo y fraterno. La fe de los que deseamos una Iglesia más evangelizadora, samaritana, sinodal, que no se quede en una pastoral de mantenimiento, sino que ofrezca propuestas nuevas para que todos puedan reconocer a Jesucristo como el verdadero Hijo de Dios que entregó su vida por nuestra salvación.
Pero la expresión de fe que proclamamos a viva voz y que recoge nuestros más nobles sentimientos y expectativas es invitada este domingo de Ramos a realizar un proceso pascual. En contraste con el júbilo que genera la entrada de Jesús en Jerusalén y su proclamación como “el Hijo de David, el Rey de Israel”, el relato de la pasión nos muestra la reacción totalmente contraria, cuando Jesús se reconoce ante el Sumo Sacerdote como el “Hijo de Dios”. Ahora es escupido, golpeado, humillado, rechazado y todos gritan a Pilato “¡crucifícalo!”. El misterio pascual es el que nos convierte en verdaderos creyentes cuando, al contemplar al crucificado, llegamos a proclamar como el centurión que custodiaba la cruz: “¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios!”. Cuando la cruz no es motivo de escándalo, sino de conversión.
Hay opciones que tienen consecuencias tan trascendentales, que definen quienes en verdad somos. El ingreso en Jerusalén supone un momento clave en la vida de Jesús. Tomar esta decisión implicaba optar por llevar a su plenitud el proyecto salvador del Padre para la humanidad, sin medir costos. Suponía generar una profunda crisis en las expectativas de quienes le siguieron desde Galilea y cuantos ahora lo aclamaban. Pero, sobre todo, implicaba asumir las consecuencias del rechazo de las autoridades religiosas y políticas al mensaje evangélico que venía proclamando y a su condición de Hijo de Dios. Era confiarlo todo, la salvación que anunciaba y su propia persona, en las manos del Padre. Una opción de esta naturaleza sólo se puede asumir desde un amor que no conoce límites, como el de Jesús al Padre y a su voluntad salvífica, y a todos nosotros, por quienes donaba su propia vida.
La “humanidad” de Jesús contrasta con la nuestra. Como afirma Pablo: Jesucristo “haciéndose semejante a los hombres… se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte en cruz”. El Hijo de Dios nos muestra cómo los creyentes debemos vivir la condición humana, haciendo nuestras sus palabras cuando el dolor o el sin sentido nos golpean: “Padre mío, si es posible, que pase lejos de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. El creyente no sólo contempla la cruz de Jesús, sino que asume la propia con la actitud con que Jesús asumió la suya en el huerto de Getsemaní. Anteponer la voluntad del Padre a la nuestra es confiar en Dios, aunque nos duela. Es no retirar el rostro cuando nos ultrajan por el bien o por la fe, porque “sé muy bien que no seré defraudado”. Es aceptar que no hay amor auténtico sin sufrimiento.
Para nuestra “humanidad” no es fácil acoger la voluntad de Dios cuando la realidad no se ajusta a nuestros deseos y nos sentimos frustrados, o cuando supone asumir riesgos que nos pueden complicar la vida, o cuando alguien o algo choca abiertamente contra nuestros intereses religiosos, económicos o ideológicos y nos sentimos amenazados. Es la “humanidad” que aflora en Judas tras su decisión de traicionar a Jesús, en la cobardía de Pedro que lo niega tres veces o en el miedo de los demás discípulos que lo abandonan, en el ensañamiento de los sumos sacerdotes y los ancianos por crucificarlo, en el gesto de Pilatos de lavarse las manos, aunque sepa que es inocente. En el fondo la “humanidad” que no es capaz de sufrir, de posponerse, por amor a otros seres humanos, termina crucificándolos.
La fe, como los deseos y expectativas, nuestra propia persona, han de pasar por un proceso de cruz acogiendo la voluntad de Dios y así resucitar a algo nuevo. De un modo u otro, hemos de encarnar el proceso pascual de Jesús en nuestra vida. Cargar la cruz y asumirla como voluntad de Dios implica no rehuir las decisiones difíciles que hemos de tomar como Iglesia para renovarla. Es comprender que ser cristiano no consiste en limitarse en cumplir unas prácticas sacramentales por importantes que sean, sino en llevar una vida coherente con unos valores evangélicos nada fáciles de llevar a cabo, que “duelen”. Es aceptar que convertir nuestras familias en un hogar donde el amor sea el eje entorno al cual giran nuestras relaciones, implica sacrificio. Es admitir que la vida consagrada no recuperará su valor testimonial hasta que asuma morir a formas históricas que ya no anuncian a Cristo. Es confiar que, tras la enfermedad o la muerte, hay vida eterna.
El domingo de Ramos nos invita a entrar en el proceso pascual, de muerte y resurrección, acogiendo la voluntad de Dios de la mano de Jesús. Es importante que nos preguntemos: ¿Con qué actitud interior acogemos el dolor y las dificultades en nuestra vida? ¿Los podemos vivenciar en clave pascual y anteponer la voluntad de Dios a la nuestra?
Evangelio del domingo 2 de abril del 2023