La norma fundamental de la vida cristiana es el amor. Así lo dijo el Señor cuando fue interrogado sobre el mandamiento primero: Amor a Dios sobre todas las cosas, amor al prójimo con la medida del propio amor. ¿En qué se basa esa práctica? No se trata simplemente de un código de comportamiento. No podemos reducirlo a un moralismo expresado en casos. Ni sólo a un remedio psicológico para situaciones especiales. El amor es la esencia de la religión cristiana porque el amor es la misma esencia de Dios.
1Samuel 26, 2-7.9.12-13.22-23: «El Señor te puso hoy en mis manos, pero yo no he querido atentar contra ti»
Salmo 103(102): «El Señor es compasivo y misericordioso»
1Corintios 15, 45-49: «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial»
San Lucas 6, 27-38 «Amen a sus enemigos»
La prohibición del odio es un primer paso para el mandamiento del amor. Un segundo paso es la preocupación por los más cercanos, que excluye la indiferencia y se manifiesta en la corrección. A veces uno está obligado a corregir a los otros por su ministerio público, como es el caso de los profetas, otras por su status en la familia o en la tribu.
La máxima «amarás a tu prójimo como a ti mismo» puede ser una abreviación de esta otra: «amarás a tu prójimo tal y como tú esperas ser amado por él»; en cuyo caso, no se iría más allá de la obligada correspondencia. Aunque en el resto del A.T. apenas se hace alusión a este mandamiento, los rabinos conocieron su valor normativo y su gran importancia; así, por ejemplo, dice el rabino Akiba en el siglo II a.C.: «”Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, éste es el mandamiento grande y universal de la Torah»(la Ley)
La Palabra de Dios impone no sólo un justo comportamiento exterior según la ley, sino que intenta llegar al corazón humano, inculcándole el amor. Y, entonces, estamos ya fuera del régimen de la ley, siendo ésta superada, interiorizada. Todo el montaje cultural, ritual y legal debe llevar al hombre a esta interiorización.
Y el resultado de este amor, ¡es el «perdón»! Se escucha ya la parábola del «Padre misericordioso». Se escuchan ya estas palabras: «Amen a sus enemigos, entonces serán hijos del Dios Altísimo, porque El es bondadoso con los desagradecidos y los perversos». ¡Dios es bueno! ¡Dios es amor! ¡Dios es Padre! Jesús no hará otra cosa que tomar las palabras del salmo: «con la ternura de un padre con sus hijos»... «Padre nuestro, que estás en los cielos, perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos...».
Jesús desde la cruz contempla ese Pueblo que él ha amado y que en ese momento se burla de él y lo maltrata de palabra. Da su vida por ellos como la prueba máxima del amor. Su oración es una petición de comprensión y de perdón que sale de lo profundo de su corazón; Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Poco después, el primer discípulo que es sacrificado con el martirio, san Esteban, dirá como su maestro: Señor, no les tengas en cuenta este pecado. La historia de la Iglesia está llena de cristianos y cristianas que no sólo han perdonado a quienes no los han amado y les han hecho mal sino que han ido más allá, hasta aceptar en su casa, para educarlo, al homicida de su hijo.
En el mundo violento en que vivimos esta palabra es actual y exigente. Nos invita a revisar no sólo las intenciones de nuestro corazón sino incluso las palabras que nos salen de los labios. ¿Cuándo los noticieros nos traen la noticia de que alguien que consideramos malo y nefasto para la sociedad, cuáles son los sentimientos que alberga nuestro corazón, cuáles las palabras que pronunciamos? ¿Son las palabras del Señor que nos pide amar al enemigo y orar por él, o las que brotan de nuestro corazón resentido, deseoso de castigos cuando no de venganzas? Pensémoslo y pidamos la gracia de ser de veras cristianos.
En el Evangelio, una vez más, en sus exigencias en el sermón de la llanura, Jesús va más allá de la ley de Moisés. Supera la interpretación de los diez mandamientos hecha por el Antiguo Testamento. Jesús destaca, por sobre todos, el mandamiento del amor fraterno, e introduce varias novedades: - Primero: La venganza no es cristiana, aun sí está aparentemente justificada. Sus palabras sobre el tema han de ser entendidas en este sentido, y no como una llamada a la debilidad o a la pasividad: «No ofrezcan resistencia a las injurias... cuando una persona te golpea en la mejilla derecha, ofrécele la otra...». - Segundo: Jesús dice que también debemos amar a los enemigos y orar por ellos. Porque si no los amamos y perdonamos, no vamos más allá de la antigua ley (donde el amor y el perdón sólo alcanzaba al Pueblo elegido). Y no somos diferentes de los paganos o de cualquier persona común, pues todos son buenos con sus amigos.
Tercero: ¿Y por qué amar y ser buenos con nuestros enemigos y perseguidores? Porque Dios es así, y nosotros somos sus hijos e imitadores. Dios es universal en su caridad; gente buena y mala reciben su vida y sus dones. Nos damos cuenta una vez más de que ser discípulo y seguidor de Cristo no es fácil. Que en esta escuela hay una asignatura que realmente es cuesta arriba. Porque a todos nos resulta difícil amar a los demás, sobre todo perdonar a los demás, y hacer el bien cuando recibimos mal.
Esta página del sermón es de ésas que tienen el inconveniente de que se entienden demasiado. Lo que cuesta es cumplirlas, adecuar nuestro estilo de vida a esta enseñanza de Jesús, que, además, es lo que él cumplía el primero. El Padre es la referencia que explica la razón de ser del cristiano.
La enseñanza de Jesús, y su propio ejemplo, nos hace pensar y nos interpela, nos propone una nueva manera de vida, distinta de la de los que no tienen fe, un estilo de actuación que va más allá de lo legal y de lo justo, y que se basa en el amor gratuito. Un estilo que ciertamente no es el que rige en este mundo.
Se puede decir que las recomendaciones que hoy escuchamos a Jesús, que son continuación de aquella lista de bienaventuranzas con la que da inicio su sermón del llano, es precisamente el cumplimiento de estas bienaventuranzas. Aquí se ve quiénes son los «pobres», a los que Jesús llama bienaventurados. Además, hoy es como si desarrollara aparte la cuarta bienaventuranza: «dichosos cuando los odien los expulsen, los injurien...». Es la bienaventuranza de los no violentos, de los que no responden con el mal al mal que reciben, sino que saben detener la dinámica de la venganza, de los que rompen la espiral de la violencia y de los contraataques, y saben perdonar. Cosa que evidentemente es rara en este mundo, tanto en el terreno más doméstico como en el socio-político nacional e internacional.
Novedad de la ética cristiana
Para muchos, el amor a los enemigos fue la gran novedad de la ética cristiana. Pero el amor a los enemigos (y todas las demás disposiciones del texto que «desarrollan» ese primer precepto del amor) no es tanto una norma general de conducta, cuanto una de los discípulos de Jesús que experimentan el amor paterno de Dios. Lo primero y decisivo es experimentar el amor de Dios y mantenernos fieles en el seguimiento de Jesús. Solo así podremos crecer en la ética «cristiana».
Relación con la Eucaristía
En la Eucaristía la Iglesia actualiza la misericordia del Padre, que nos da a su Hijo para que el mundo sea salvado, por la fe en Cristo y la comunión con su vida. Precisamente porque la Eucaristía es actualización de esta comunicación de Dios a los hombres, es, para quienes participamos en ella celebrándola, impulso y fuerza para una vida fiel al mensaje y al ejemplo de Cristo, comunicadora de perdón y de esperanza. El Señor está en nosotros y con nosotros, que nos reunimos en su nombre para celebrar el memorial de su Muerte y Resurrección. Por eso, esta celebración es expresión del respeto y amor que nos debemos los unos a los otros. Y de otra parte, la Eucaristía debe ser el punto de arranque para llevar al mundo el calor y el testimonio del amor cristiano, amor que debe llegar incluso al enemigo.
Evangelio del domingo 20 de febrero del 2022