Ricos y pobres, pobreza y riqueza, son realidades que conocemos a todo lo largo de la vida. Incluso lo experimentamos como vivencia personal. Somos lo uno o lo otro, pasamos de un campo al otro fácilmente. ¿Pero a la luz de la Palabra de Dios podemos hacer una lectura de esas dos realidades” ¿Qué significan en nuestra relación con Dios y con los hermanos? La Palabra nos invita a reflexionarlo.
Jeremías 17, 5-8: “Bendito quien confía en MI…”
Salmo 1: “Dichoso el que pone su confianza en el Señor”.
1Corintios 15, 12-.16-20: “Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de nuestra Resurrección”
San Lucas 6, 17.20-26: -“Dichosos los pobres, porque el Reino de Dios es para Ustedes”.
¡Qué distinta esta imagen de lo que entendemos superficialmente por un pobre! Los pobres que Jesús declara dichosos son hombres dinámicos, comprometidos con Dios y su proyecto, implicados en la lucha de la justicia, olvidados de sí mismos, ajenos a intereses personales egoístas. No hombres tímidos ni apocados, pasivos y sólo dispuestos a recibir. Larga es la lista de esos pobres, empezando por Cristo, por María, por Pablo, los apóstoles, Francisco de Asís y tanto otros. Las dos lecturas iniciales nos hablan de ellos en la concreta historia de salvación. Los económicamente pobres también están llamados a entregarse de corazón a esa causa.
Pidamos al Señor ese corazón de pobre abierto totalmente al misterio de Dios. A él no se le interroga y se le cuestiona con arrogancia. A él se le ama y se le adora. Ese es el camino para vivir la experiencia de Dios en un mundo como el nuestro en el que inútilmente se quiere silenciar su voz. El quiere ser conocido a través de nosotros, discípulos y misioneros, entregados como pobres al servicio del Reino. Amén.
El Evangelio lleva a su plenitud el valor de la pobreza - humildad como claves para entrar en el Reino de Dios: anuncia las Bienaventuranzas, que son el corazón del Evangelio. Son el resumen del estilo de vida de Jesús, exigido a sus seguidores. Por lo tanto las bienaventuranzas son un retrato del mismo Jesús, y un ideal para sus discípulos.
Jesús ofrece desde distintas perspectivas un único camino para llegar al Reino. Hay una actitud inicial básica que se convierte en exigencia para llegar al Reino: quien tenga y viva esa actitud es «bienaventurado». Esa actitud hace referencia a los pobres, desdichados y despreciados. Lucas destaca la actitud de pobre. Los «anawim» (los humildes de la tierra) reúnen la condición de justos ante Dios y pobres ante los hombres.
Las Bienaventuranzas conllevan valores y estilos de vida en agudo contraste con muchos de los criterios prevalentes hoy día. Ambición de poder, orgullo, no son valores; de acuerdo con las primeras dos Bienaventuranzas, el verdadero valor es la confianza y la humildad con respecto a Dios, y un corazón abierto que espera de Dios el don de su Reino.
Buscar sólo nuestro interés y nuestra comodidad, despreocupándonos de los demás no es un valor. Lo que es valioso es una profunda preocupación por los demás, por los sufrientes, por los pobres y por aquellos que sufren injusticia y opresión.
Esta lista nos interpela fuertemente, si la tomamos en serio. Es, en verdad, revolucionaria. Resulta paradójico que Jesús llame felices a los pobres, a los perseguidos, a los que trabajan por la paz. Naturalmente la felicidad no está en la misma pobreza o en las lágrimas o en la persecución, Sino más adentro, en el espíritu, en la actitud de confianza y humildad y apertura ante Dios.
Conviene que los cristianos de hoy, eclesiásticos y laicos, los que tienen cargos importantes y los que no, recordemos a quiénes llama Jesús «bienaventurados y felices».. Aunque tal vez no nos guste mirarnos a ese espejo y sacar consecuencias. Todos buscamos la felicidad. Pero Jesús nos la promete por caminos muy distintos de los que señala este mundo. Porque en nuestra sociedad de hoy -y la de todos los tiempos, también los de Jesús- se suele confeccionar otra lista muy distinta. El mundo aplaude y llama felices a los ricos, a los que tienen éxito, a los que ganan en las competiciones deportivas, a los que tienen siempre la risa en la boca, a los que manejan cuentas bancarias sustanciosas, a los que pueden hacer ostentación de chalets o yates o coches de lujo y pasan las vacaciones en los sitios más impensados. A esos parece que se les adjudica la felicidad según el mundo. Pero Jesús ha prometido la verdadera felicidad a los más sencillos y pobres, a los que les toca sufrir en este mundo, a los que son mal vistos precisamente por su bondad y rectitud.
El misterio de Dios está abierto a los pobres. Pero ¿quiénes son los pobres? Hemos limitado esta palabra solamente a los económicamente pobres, los que carecen de bienes de fortuna, los que no tienen posibilidades de acceder a los bienes elementales de consumo. Son numerosos, conviven con nosotros y representan una tragedia que debe doler en el corazón de todo hombre. Dios no quiere esa realidad. - Hizo un mundo lleno de posibilidades y lo entregó al hombre para que lo desarrollara y lo compartiera. El egoísmo de algunos, personas y países, causa el doloroso drama de la miseria en el mundo. No lo causa Dios. La Biblia conoce otra categoría de pobres. Aquellos que viven su realidad de débiles y caducos, mortales y vulnerables, y tienen su corazón abierto al Padre Dios que es para ellos su riqueza y su esperanza. Entre ellos hay pobres económicos y también ricos en bienes. Son aquellos que descubren que Dios no es una ilusión sustitutiva sino la máxima realidad de lo que existe. No un Dios lejano, indiferente, despreocupado de la suerte y de las luchas del hombre sino un Dios que ama al hombre que entra en su mundo y su historia, y por la encarnación se manifestó en Jesucristo. Como ninguno otro lo puede hacer, el Señor Jesús vivió esa doble dimensión de la pobreza: la económica y la evangélica.
No se trata de que sean dichosos los socialmente pobres, los que económicamente no han tenido éxito, los mendigos, los pobres en cultura. Contra esa clase de "pobreza" luchamos todos, también los cristianos, para qué nadie tenga que sufrir de ella. No se trata de aceptar esa pobreza social con resignación pasiva. A Jesús no le gusta la pobreza y que la gente llore o sea injustamente tratada. La «pobreza» a la que Jesús «beatifica», o sea, proclama feliz, es a la humildad y sencillez de corazón, al desapego de los bienes materiales como meta de la vida, a la actitud de paz y de ayuda, a la fidelidad a los ideales y valores verdaderos, aunque acarreen inconvenientes.
Hay muchos «económicamente pobres» que son felices, aunque no hayan sido bien tratados por la vida. Y muchos «ricos» que no lo son, aunque no les falte de nada. Sería bueno que nos preguntáramos con sinceridad si creemos en esa proclama de felicidad que escuchamos a Jesús, o si preferimos la del mundo. Si no acabamos de ser felices, ¿no será porque no somos pobres, sencillos, humildes de corazón, abiertos a Dios y al prójimo, sino orgullosos, satisfechos de nosotros mismos, arrogantes?
En la Plegaria Eucarística IV del Misal damos gracias a Dios porque Jesús vino a «anunciar la salvación a los pobres»׃ Antes había dicho María de Nazaret, la Madre de Jesús, en su Magníficat, que Dios «a los «ricos» los despide vacíos, mientras que a los "hambrientos" los llena de bienes». Los pobres son los que no se apoyan en sí mismos, sino en Dios. No son felices porque son pobres, sino porque se abren a Dios. Es importante que sepamos a quiénes Jesús llama «bienaventurados - felices», no vaya a ser que nos esforcemos en buscar felicidades inmediatas que no nos conducen a nada y olvidemos las que él sí valora.
Somos una vez más justificados por la Sangre de Jesús, rescatados del mal, al precio de su vida. Esta justificación nos lleva a vivir en justicia y santidad. Las actitudes de fe vuelven a ser de pobreza y desprendimiento.
Evangelio del domingo 13 de febrero del 2022