Nos reunimos un Domingo más para celebrar la Eucaristía y escuchar la Palabra de Dios. El tema de este quinto Domingo de Pascua es el amor fraterno, el «mandamiento nuevo» dejado por Jesús en su testamento. Un mandamiento que es nuevo porque Jesús lo ofreció como base de su Evangelio, y que sigue siendo nuevo después de 20 siglos porque lo podemos estrenar cada día.
Este Domingo pertenece ya a la segunda parte de la cincuentena pascual. Hemos celebrado las cuatro primeras semanas, fuertemente marcadas por el misterio de la presencia del Señor resucitado en su Iglesia; los acentos de los textos bíblicos y litúrgicos se orientan ahora en un sentido más eclesiológico: el «Presente» es también el «Ausente», el que está presente por el Espíritu que nos ha dado, el que urge el testimonio de sus fieles...
Hechos de los Apóstoles 14, 20-27: «Contaron a la Iglesia lo que Dios había hecho por medio de ellos».
Salmo 145(144): «Bendeciré tu Nombre por siempre jamás, Dios mío, mi Rey»
Apocalipsis 21, 1-5a: «Ya no habrá llanto, ni duelo ni sufrimiento»
San Juan 13, 31-35: «Les doy este mandamiento nuevo»
El misterio de la Iglesia
De diferentes maneras, las lecturas de hoy coinciden en mostrarnos el misterio de la Iglesia. En todas ellas se subraya que la realidad profunda de la Iglesia se encuentra en su condición de obra de Dios y de mediadora de la obra de Dios, convocada por Dios alrededor de la Pascua y convocadora de la humanidad por el anuncio de la Palabra y la celebración de los Sacramentos, evangelizada y evangelizadora, Comunidad de discípulos-misioneros.
La imagen más plena de este misterio se encuentra, sin duda, en la segunda lectura: la Iglesia como la nueva Jerusalén, que desciende del cielo. Las características religiosas de la Jerusalén terrena son trasladadas de manera eminente a esta Nueva Ciudad: la presencia de Dios, su gratuidad, el encuentro con el pueblo, la superación de todo lo que perturba la paz en el corazón del hombre.
Los santos Padres hablaban, en este sentido, de la Iglesia «de Trinitate», es decir, que «nace de la Trinidad» (cfr. también VATICANO II: Constitución sobre la Iglesia, LG, n. 6, donde se explica esta imagen en el contexto de las imágenes del misterio de la Iglesia). Los presbíteros de las Comunidades son los encargados de continuar el ministerio apostólico de la Palabra, para que los fieles vivan en la caridad y sean dóciles a la memoria del Espíritu (1a. lectura y Evangelio). La comunión pacificante entre Dios y su pueblo se encuentra, ya desde ahora, en la Iglesia, y de un modo más explícito en la Asamblea Litúrgica.
Un Mundo Nuevo
El apóstol San Pablo sabe muy bien, porque Cristo lo había anunciado multitud de veces y él lo ha experimentado personalmente, que el camino del Reino está sembrado de dificultades y la «puerta es estrecha», aunque nunca está cerrada. También sabemos que, con decisión personal y esperanza en Dios, lo vamos recorriendo, animados y apoyados por la Comunidad de creyentes, por la Iglesia. Por eso San Pablo y Bernabé van dejando Comunidades de creyentes en las cuales la fe se va fortaleciendo y la lealtad a Jesucristo alcanza profunda intensidad. Al mismo tiempo dejan pastores responsables que se hacen cargo de las Comunidades fundadas; van instituyendo «presbíteros» (ancianos) que aseguren la fidelidad a la fe recibida. Todo ello lo hacen bajo la luz de la oración, de la plegaria y del ayuno comunitario.
El mundo del sufrimiento y lucha deja lugar al mundo de la felicidad, del descanso y de la paz. Es lo que el apóstol San Juan nos dice en el mensaje de su Apocalipsis: Dios preside el Nuevo Universo. Por eso no existirá en él ni sombra de tristeza. Ese es el motivo por el que, como decía San Pablo, merece la pena esforzarse mucho para poseerlo. No podemos pensar que la realidad ofrecida en esta lectura es una realidad sólo prometida «para el otro mundo», para «el más allá», sino ofrecida ya como un don que se ha de cultivar hasta llegar a la plenitud en la consumación final…
La ley del Amor
En el Evangelio de hoy Jesús resume la ley del amor y el significado del amor en la vida humana. El amor fraterno es su «nuevo mandamiento», no porque es totalmente novedoso (otras religiones y gente sabia han ensalzado la caridad), sino porque por la resurrección de Jesús el amor es dado como don que puede arraigar en nuestro ´corazón. Sin Cristo la caridad queda un deseo siempre frustrado. - Es igualmente un «nuevo mandamiento» porque la razones para amarse mutuamente fueron también reveladas por Jesús: el Señor está misteriosamente presente en cada persona: «Lo que hicieron al más pequeño de mis hermanos lo hicieron conmigo».
En fin, es un «nuevo mandamiento» porque estamos llamados a amarnos como Jesús nos amó, sin discriminación, sin límite, dispuestos a entregar nuestras vidas por los demás si es necesario. Y, sobre todo, «porque» Jesús nos amó. Por último: la caridad fraterna es el testimonio cristiano más importante; es el signo privilegiado de cómo los cristianos y la Iglesia van a ser reconocidos como discípulos de Cristo y como la Iglesia de Dios. . - El Evangelio de Jesús se abre camino, aun en medio de dificultades y obstáculos, porque es el Evangelio del amor y de la paz. Por eso, los discípulos, al dar cuenta de los resultados de sus viajes apostólicos a la Comunidad que les ha «enviado», están contentos y pueden cantar aquel tradicional salmo: «los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares».
El Señor está respondiendo con su ayuda a las promesas realizadas por Jesús: - «Vayan por el mundo y yo estaré con ustedes».
Sin muchos códigos
El amor fraterno debe renovar y mejorar las relaciones humanas en la sociedad, la cultura, la política, la economía, etc. Hay mucha gente que nos ofrece diversos y variados programas para construir «un mundo nuevo». Las leyes y las normas de conducta que se prometen implantar para conseguirlo, son variadas.
Las «Constituciones», los «Códigos», los «Reglamentos», son numerosísimos. Incluso en el pueblo judío, en el ambiente en que se desarrolló Jesús, se ofrecía un código con 613 normas de conducta que habían de cumplirse para agradar a Dios. En el breve Evangelio que leemos hoy, Jesús nos ofrece un código mucho más breve que todo eso. Jesús, el Señor, en su testamento, pocas horas antes de morir, no deja normas ni leyes ni pautas o recetas de apostolado, sino que nos ofrece "un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado", como único fundamento de su Evangelio salvador.
El camino para la paz
El que se adentre por el camino de Jesús y se decida a seguir el estilo de su vida, descubrirá que sólo el amor hace que la vida merezca la pena ser vivida y que sólo desde el verdadero amor es posible experimentar la gran alegría de vivir. Si cumplimos esta norma de convivencia que nos ofrece Jesús, estaremos construyendo el mejor de los mundos, que ningún programa político ni social podrá igualar. Estamos viendo cómo nuestro mundo se está volviendo cada día más violento rompiendo la fraternidad y sembrando el sufrimiento y el dolor por todas partes. También vemos cómo se ofrecen diversas y opuestas soluciones a los problemas de convivencia entre las naciones y entre las regiones y pueblos.
El Evangelio de hoy nos ofrece la única solución capaz de construir un mundo en paz: «ámense unos a otros como yo os he amado». Si nos esforzamos en conseguirlo iremos viendo cómo se va alumbrando un nuevo mundo «en el que habrá menos llanto, menos luto y más alegría y gozo» porque reinará la Paz que solamente Dios puede otorgar.
Quien sigue el camino del Evangelio vivirá, ya ahora, la realidad del nuevo Reino, acaso con luto y dolor en ocasiones, pero sin perder la paz y el sosiego. Y estará colaborando en la construcción de un nuevo mundo lleno de esperanza y consuelo de Dios. Y, precisamente ese mandamiento nuevo será la señal por la que se conocerá a los discípulos suyos. La señal de los cristianos no será una bandera, ni un territorio, ni unas fronteras determinadas; ni siquiera el bautismo, la misa, el credo u otros mandamientos. La señal, por la que conocerán que somos discípulos del Señor, es el mandamiento nuevo de Jesús.
Hoy, en nuestra sociedad secularizada, pluralista, materialista, violenta, el ser cristiano sigue conociéndose por el cumplimiento del mandamiento nuevo de Jesús: el amor a todos como él nos ha amado. El amor de Jesús lo vemos en la cruz: entrega su vida a favor nuestro y muere amando, perdonando, disculpando a los culpables; pero no muere odiando ni matando. - Su «bandera», enarbolada en la cruz es amar a todos como él nos amó y porque Él nos amó. Un amor desinteresado, acogedor, servicial. Esta es la tarea gozosa del creyente en esta sociedad donde se falsifica tanto el amor.
Somos nosotros todos los responsables de que esa palabra de salvación y esa obra que realiza la plena vocación del hombre se cumplan. Dios quiere seguir haciéndolo a través de nosotros. Somos los continuadores de la misión de Pablo y Bernabé en el mundo de hoy, en nuestro tiempo, en nuestros lugares. La Iglesia que somos todos nosotros es incesantemente enviada a los destinatarios del amor de Dios. El es incansable en su propósito y nos confía su propia preocupación por la suerte del mundo. Cada cual en su responsabilidad, desde el Papa hasta el más humilde de los fieles, debe sentir como propia la misión de Jesús. Descubramos en esa misión inicial los pasos y las actitudes básicas de toda pastoral. Y sobre todo empecemos por evangelizar nuestro propio corazón y luego el mundo inmediato que nos rodea: - la familia, el trabajo, el ambiente en que vivimos. Si Dios nos llama a ir más allá, aceptemos gustosos y decididos lo que El nos pida.
Oremos con un Padre de la Iglesia
«Te amo por ti mismo, te amo por tus dones, te amor por tu amor y te amo de manera que, si un día Agustín fuera Dios y Dios fuera Agustín, quisiera volver a ser lo que soy, Agustín, para hacer de ti el que eres, porque tú sólo eres digno de ser quien eres. - Señor, tu lo ves, mi lengua desvaría, no sé expresarme, pero no desvaría el corazón. Tú ves lo que yo siento y aquello que no sé decirte. ´- Te amo, Dios mío, y mi corazón es angosto ante tanto amor, mis fuerzas ceden a tanto amor, y mi ser es demasiado pequeño por tanto amor. - Salgo de mi pequeñez y todo en ti me sumerjo, me transformo y me pierdo. - Fuente del ser mío, Fuente de todo mi bien: Mi amor y mi Dios». S. Agustín: Las Confesiones)